Colaboraciones

     Aquí encontrarás colaboraciones de amistades, grupos, y enlaces a páginas de interés. Todo sea por enriquecernos con el maravilloso mundo del arte en todas sus formas de expresión.

Gracias por vuestra aportación.



NEREA SATRÚSTEGUI.

Hoy os presentamos a Nerea Sánchez-Satrústegui, escritora y correctora profesional.

Gran poeta, narradora y enorme persona. Además de ser sencilla, es delicada y decidida a la vez a la hora de realizar su trabajo.

Os dejamos enlace donde podéis contactar con ella y seguir sus consejos.

https://instagram.com/nerea_satrustegui?igshid=YmMyMTA2M2Y=

Recomendamos su poemario "Cicatrices en vela".

https://linktr.ee/nerea.sanchezsatrustegui?fbclid=PAAabaxq_sx5kXLejZXklTXxHl8dz32eH5WxhwM_Mys-Aj9QQnF4U42NA9hmA


Agradecerte, Nerea, que compartas esta publicación y nos hagas reflexionar desde lo más profundo de nuestro ser.


Iglesia de los Jerónimos, Madrid.



✨Hay momentos en los que no te aguantas ni a ti misma. ¿Por qué te iba a aguantar el resto? 

Y entonces te escondes detrás de tu sonrisa constante.


A veces necesitamos que nos escuchen sin que nos den consejos, solo sentirte escuchada te alivia, te cicatriza.Pero otras veces ni siquiera quieres hablar ni escuchar. 


Y es cuando buscas un refugio en el que te encuentras en paz. 

En el que con sólo mirarlo puedes respirar tranquila.

Lugares en los que te pierdes para volver a encontrarte contigo misma. 


En ese instante todo lo malo se esfuma.

Y sólo quedas tú y ese lugar.

Ese pequeño instante se vuelve eterno en tu memoria.


Viví durante un año en Madrid y este fue mi sitio favorito. 

En el que me encontré a mí misma. Me sentaba en el césped a leer, a escribir, pero sobre todo a escucharme.


Pasan los años y cada vez que miro esta fotografía siento esa misma paz.


✨Y tú, ¿a dónde vas cuando no puedes más y necesitas desconectar?, ¿cuál es tu refugio?


Nerea Satrústegui 

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CONHACHE

Febrero. 

Nueva aportación de nuestra queridísima Helena, que con sus palabras y pensamientos nos hace recapacitar y plantearnos la vida desde otra perspectiva. Gracias siempre Helena.






CONHACHE

Nueva aportación de nuestra queridísima Helena, que se nos acaba de casar y desde aquí les deseamos toda la felicidad del mundo. Un fuerte abrazo, "compi". 




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FRACTAL

      Tercera aportación de Antonio Carrera Sevillano. En esta ocasión os dejamos doble aportación pra fnalizar su maravilloso trabajo realizado con FRACTAL.


Butterfly

El coche no puede ir más veloz, pero tampoco hay que arriesgar la vida, aunque su mente le pide que no llegue tarde esta vez. La imagen de su prometida, esos ojos, esa piel morena, esos brazos que sostienen el alma cuando se agarra a él y apoya la cabeza sobre su hombro, le relajan mientras piensa en el mensaje que minutos atrás leía en la barra de un bar: no llegues tarde, solo te pido una noche más...quién sabe mañana lo que pasará.

 


 


Escúchalo en Youtube:

Butterfly-Fracta. Toni Carrera

Escúchalo en Spotify:

https://open.spotify.com/track/4vnoK8HHHVaStL7RT8Zzuh?si=MqoFErH5SMeYXqnPpqE-Tg

 

 

Presente

Llega al aparcamiento de un club privado, sin esperar un segundo más baja las escaleras que desembocan en la pista de baile donde una desconocida, o no tanto, se acerca y con una sonrisa en los labios rojos, profundos, sin mediar palabra me invita a bailar cogiéndole por la cintura. El baile es desenfadado pero las miradas profundas. De los simples roces pasamos a juntar las mejillas, sentir el aliento del uno en el otro hasta que ese soplido se funde en un intenso beso.

 


 Escúchalo en Youtube

Presente-Fractal. Toni Carrera

Escúchalo en Spotify: 

https://open.spotify.com/track/4vnoK8HHHVaStL7RT8Zzuh?si=MqoFErH5SMeYXqnPpqE-Tg

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CONHACHE

Nueva aportación de nuestra queridísima Helena. 

Ha llegado el verano, el sol hasta horas tardías y calor, mucho calor. Pero precisamente esas condiciones nos brindan atardeceres de ensueño y de éstos, la inspiración de Helena con la que estamos totalmente de acuerdo. 

Gracias amiga y compañera. 



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FRACTAL

      Segunda aportación de Antonio Carrera Sevillano.

    Toni, además de músico, es profesor de secundaria pero ante todo gran persona , de esos que conoces por un capricho del "destino", compartes tu vida durante un año y se forja algo que ni el tiempo ni la distancia pueden destruir: la AMISTAD AUTÉNTICA.

    Gracias por colaborar, Toni. Con el mayor deseo de que os guste su música, os dejamos la primera de sus obras titulada Carmen, de su primer disco Fractal, el cual podéis escuchar aquí en cada post, en Youtube y en Spotyfy. Os dejamos enlaces con su permiso.

      Carmen

Mira el reloj sentada en el borde de la cama, los minutos se hacen horas mientras la plateada luz de luna inunda su habitación. De un salto se planta delante del gran espejo que hay en las puertas de su armario . Lo abre lentamente y con los brazos cruzados, mordiéndose los labios piensa y medita bien qué modelo elegir, no quiere jugar una mala mano. Sus ojos se clavan sobre el conjunto de blusa de seda roja y falda corta a juego que él le regaló la primera vez que salieron juntos. Quedará perfecto sobre su delicada piel.


 


 

Escucha su disco en:

https://www.youtube.com/watch?v=EG1txLjf0Rg&t=7s

Escúchalo en:

Youtube: 

https://www.youtube.com/watch?v=SEpipiFHyOA

Spotify: 

https://open.spotify.com/track/4vnoK8HHHVaStL7RT8Zzuh?si=MqoFErH5SMeYXqnPpqE-Tg




 

 

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 CONHACHE

 Nueva aportación de nuestra queridísima Helena. Estas reflexiones que haces, Helena, no son para leerlas por encima, sino con una taza de té o café en la mano, el espejo del alma en la otra y respirar profundo. 






Gracias siempre por compartir con el mundo tu mente y corazón privilegiados. 

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ANTONIO REYES

Hoy os traemos una joya, el I Premio en el Certamen Nacional de Relato «Isabel Jiménez Pérez»,  una lectura que nos erizará la piel, cargada de sentimiento, realismo y recuerdos para muchos de aquellos que vivieron en la época de la extracción de la Galena Argentífera, explotada en la cuenca minera de El Centenillo-La Carolina-Linares. La historia se centra concretamente en el poblado minero de El Centenillo, en uno de los supervivientes a la caída del imperio del mineral y cómo el plomo y la plata pesan, dan esperanza a familias y declive a la actual pedanía de Baños de la Encina.

Gracias Antonio por colaorar y permitirnos compartir este relato con uestros lectores. Un fuere abrazo y enhorabuena Amigo mío.

El plomo en las alas
Antonio Reyes

I Premio en el Certamen Nacional de Relato
«Isabel Jiménez Pérez»

 

Manuel Scheroff surge doblegado de las entrañas de la tierra, escopeta al
hombro y mirada gacha, la gorra apretando su sien y el pensamiento
irreductible de ser el guarda de El Centenillo para los restos. Su paso es lento,
parsimonioso, como si en su caminar cuesta arriba revisara la métrica fallida de
algún poema que recita a cada pisada, versos que en las noches brotan de su
lapicero y que transcribe en papel a la tibia luz del candil, cuando su madre
enferma duerme consumida por la tos que producen sus extenuados pulmones.
Es público que la empresa propietaria tanto de las minas como de las
viviendas y escombreras, tiene cerrado el trato con la familia de Los Calados,
quienes se encargarán de vender las casas a razón de tres mil pesetas por
habitación, al igual que terminarán de sacar cierto rendimiento al lavado del
escombro. Viviendas que por ahora no son más que paredes recubiertas de cal,
sin vidas que resguardar del viento y del frío. El guarda, que aceptó la oferta de
la familia de Linares para continuar con su cometido, como si de un sigiloso
ángel de la guarda se tratase, las protege de un incierto futuro que ni los
mismos dueños saben pronosticar. La mancha de casas blancas se ha vuelto un
quebradero de cabeza para la Sociedad Peñarroya, así que el primero que llegue
con dinero contante y sonante se hará con una propiedad a precio de saldo.
Nada hay aquí que valga la pena. Si acaso, los eternos recuerdos de mineros
que dejaron en El Centenillo mucho más que horas de picar piedra y respirar el
polvo de silicio. Aquí, donde arrancaron nuevas vidas y se vivieron días felices
y jolgorios que recibían al sol en las jornadas de fiesta, se despidió a más de un
compañero y nacieron proyectos de familias cuando creían no tener ya nada
más que hacer en su ennegrecido mundo.
Tras un favor pedido al médico de la Sociedad Minera Peñarroya, este
diagnosticó silicosis a doña Matilde, su madre. Extraño para alguien que jamás
puso un pie en la mina. Trabajó durante años limpiando las dependencias de
los mineros, así que el facultativo concluyó, a pesar de no entender cómo había
podido suceder, que la sílice había invadido su organismo de forma fortuita e
inexplicable, pasando de los monos de trabajo directamente a sus vías
respiratorias.
―Hay cosas que ni Dios puede explicar, señora Matilde. No había visto
algo así en mi vida. Qué quiere que le diga, le ha tocado a usted ―sentenció el
médico con más extrañeza que confianza, ante la mirada lastimera del
angustiado hijo, que veía como tarde o temprano su madre también se
marcharía. El caso es que durante los últimos meses se agravó la enfermedad,
impidiendo que pudiera dar más de dos pasos sin tener que pararse a tomar
una bocanada de aire como buenamente podía.
Su casa es unas paredes desconchadas de cal y alegría que alberga dos
dormitorios, la cocina vieja como el mineral y una salita que hace las veces de
comedor, todo en una única planta. Como el resto de casas, como todos los
muros de lo que un día fue un pueblo trepidante que llenaba sus despensas
gracias a la galena. Doña Matilde camina por ella agarrándose a muebles y 

paredes, muletas que le permiten desenvolverse de aquella manera, aunque
solo sea para poder ir al retrete o realizar sus quehaceres en la cocina. Para poco
más da su tullido cuerpo. Al menos, mientras su hijo no está en casa.
Manuel Scheroff sube un día a la semana hasta el pueblo de arriba para
hacerse con las correspondientes viandas. Viste y desviste a su madre cada
mañana y cada noche, la asea con un lebrillo y la ayuda a sentarse en el tresillo
de madera bien labrada junto a la radio para escuchar, como cada tarde, el
consultorio de «Elena Francis». Esa es la única ventana al exterior que la pobre
mujer puede disfrutar desde la hondonada de El Centenillo. Su mundo no es
más grande de lo que su vista puede alcanzar desde la perspectiva que le ofrece
la parte más elevada del poblado minero. Nunca llegó más al norte de
Aldeaquemada ni más al sur de Linares-Baeza. Amarrada al pensamiento
pétreo de tener que guardar luto hasta el final de sus días, manteniendo la
creencia de que el negro consuela los desgarros del alma, jamás tuvo mayor
pretensión que despertar cada día junto a su hijo y sobrellevar de la mejor
manera su viudez prematura.
La boda con su malogrado esposo se redujo a un pequeño baile organizado
en el patio de su suegro, tractorista en una finca de la sierra frecuentada, no sin
un halo de secretismo por la importancia de la figura, por el mismísimo Alfonso
XIII, que daba empaque a las cacerías que allí se organizaban. Una ceremonia
sin lujos ni extravagancias, un baile concurrido por amigos y familia, con el mal
sabor de boca de tener que marcharse a dormir tras la jarana. La vida de los
pobres es así, diversión recortada para estar frescos y serviles, que al día
siguiente hay que echar el jornal y no están las cartillas como para dejar escapar
ni un solo día de trabajo. Aquella noche se quedaron enterradas las aspiraciones
de su madre de verla convertida en monja, más por ella misma que por su hija,
ya que, como solía decir, «las madres de las monjas están muy bien vistas», y eso
para ella era todo un honor celestial. La posible vocación de la niña se marchó
con el primer revolcón en un pinar cercano a la casa donde, tiempo después, se
celebró el banquete. Allí se dejó su honra, al amparo de un puñado de estrellas
que se dejaban ver frágiles en un firmamento que amenazaba chaparrón.
Desde el primer día de noviazgo la fustigaron con predicciones oscuras
sobre el futuro que le esperaba por casarse con un simple minero. Una mujer
tan guapa y tenida en tan alta estima por sus vecinos, pasaría el resto de su vida
en una casa llena de mugre y botas negras. Pero las ansias por huir cuanto antes
del redil familiar y de la obstinación de sus padres, hicieron que no tomara
consejo de las comadres, que auguraban verla convertida en una vulgar mujer
más del lugar, temerosa de que cualquier día fuese el último que besase a su
esposo, enterrado bajo metros de rocas por el derrumbe de una galería o
aquejado por la enfermedad de los pulmones que tanto temían quienes
conocían los riesgos de la mina.
En los años venideros no pocas veces recordó cada uno de aquellos
consejos. El dinero llegaba a cuenta gotas y más hambre que frío era la

constante en un hogar donde la mala suerte parecía haber echado raíces. Su
primer hijo murió con tan solo un año y medio aquejado de unas fiebres muy
altas que los viejos achacaron al agua. A pesar de no haberlo dicho jamás, su
marido parecía cargar sobre ella todas las culpas, como si su vientre no hubiese
sido bendecido para parir hijos en condiciones. La vocación perdida regresó en
forma de continuas oraciones, suplicando un hijo varón que apaciguase al
turbado padre y le hiciese volver a creer en ella como mujer. Así llegó Manuel
un mes de abril, cuando se inauguraba en Sevilla una gran exposición
internacional y de la que las gentes del pueblo tuvieron la primera noticia el
mismo día de su clausura. Su marido se convirtió en protector enfermizo del
pequeño vástago, nacido fuerte como el hierro de las cabrias y con la misma
piel morena de su progenitor. Se aferró a él como las fiebres que se llevaron por
delante a su otro hijo y, cuando no estaba bajo tierra, era él quien se encargaba
de enseñarle todos los avatares de la vida. Lo adiestró en la búsqueda de
hongos, en cavar los olivos, en el arte de la caza mayor y menor y en armar y
desarmar una escopeta antes y después de ponerla a punto, no fuese que el día
de mañana alguien le prestase más atención que a otros por su destreza en
asuntos de monterías, cosa que podría asegurarle un porvenir digno en alguna
de las fincas de los alrededores, atestadas de empresarios ansiosos por pegar
cuatro tiros a un jabalí o a un venado, mientras decenas de muchachos se
encargan de cobrar las piezas y portar las armas.
Fue su madre quien lo salvó de una cruenta guerra, de los piojos, de los años
del hambre, de las arremetidas de los jóvenes de Falange y de las cartillas de
racionamiento. Fue más madre que trabajadora al principio y más trabajadora
que madre después, cuando su esposo falleció por una grave infección en la
sangre provocada por una herida mal curada en una pierna, dejando a su
esposa e hijo huérfanos de marido, padre y pan. La mujer jamás volvió a fijarse
en otro hombre y con cuarenta años se enfundó el luto, quemó todos sus
vestidos e hizo la promesa de no volver a entregar el calor de su cama a ningún
otro. No fueron pocos los solteros viejos que la rondaron cuando los años no
habían ahondado aún en su piel, pero no estaba dispuesta a abrir las puertas de
su casa a cualquiera, a pesar de que algunos daban debida cuenta de que con
ellos jamás volverían a pasar penuria alguna. Incluso una vez desechó los
ademanes de un ingeniero casado, quien juraba que dejaría a su mujer si se
dignaba a dar por buenas sus promesas y que en secreto les apañaba cuarto y
mitad de chacinas al final de cada semana mientras duró el cortejo. Las malas
lenguas perjuraban que lo habían visto entrar en la casa a deshoras,
«seguramente para levantar el refajo a doña Matilde cuando el pequeño Manuel esté ya
acostado».
Pero su decisión fue clara. Tirarían adelante como pudieran, sin aceptar
limosnas, que ella era una mujer fuerte y se bastaba y se sobraba para ganarse el

pan. Limpiaba casas, los barracones de los mineros y ayudaba en la lavandería,
mientras el joven Manuel dejaba los estudios para conseguir unas perras como
aprendiz en la herrería primero y echando unos jornales en la aceituna y en los
pinos después, consiguiendo un remanente que a duras penas arrojaba algo de
dignidad al hogar. Doña Matilde rechazó la oferta de un familiar para llevarlo a
estudiar con sus primos a Granada, porque para ella no había nada más
importante que «tener la despensa en orden y una olla caliente cada día». Primero
eran los rigores del estómago, después, y si el tiempo libre lo permitía, ya
prestaría atención al cultivo del alma, algo que, por otro lado, nunca vio con
buenos ojos, porque si todos los hombres se dedicaban al estudio, ¿quién
recogería la aceituna, labraría los campos o extraería el mineral? Pensaba que en
el mundo había dos clases de personas. Por un lado, los que viven dignamente,
bien fuera por ser de alta cuna o por un golpe de suerte. Por otro, quienes
trabajaban para esas personas. Sabía muy bien a qué grupo pertenecían y
pronto lo asumió con resignación cristiana.
El rostro del guarda no muestra alegría. Si acaso, la mansedumbre que un
hombre bueno de sierra ha acumulado en el tuétano tras lo ocurrido en el
último año. Todos se marcharon, dejando en la hondonada de El Centenillo
nada más que recuerdos olvidados entre piedras muertas y viejos que pocas
ilusiones pueden arañar al tiempo que les queda. Como mucho, el sosiego
necesario que sus manos destrozadas suplican para acabar sus días en paz,
mientras departen al sol en los bancos de la plaza de la iglesia sobre minucias
propias de quienes no tienen más vida que el paseo, el silencio y alguna que
otra partida de dominó en el bar de la entrada.
Treinta años y su piel se abre al mundo curtida por el frío de las heladas y
el sol abrasador de los veranos tórridos de la comarca, aceptando con
mansedumbre el devenir del progreso y el lugar que debe ocupar en el mundo.
Barrunta su desgracia cada vez que lucha para convencerse de que ha hecho
bien en no seguir los pasos de quienes abandonaron su tierra en busca de una
nueva ilusión en las grandes urbes y poner así orden en sus vidas. Bajo esas
elucubraciones y esperanzas fallidas no hay más que miedo a marcharse, a dejar
que la gran ciudad lo absorba entre calles caóticas y un tráfico imperfecto y
siniestro. Qué puede hacer alguien como él, que lleva desde los catorce años
trabajando, primero para Minas del Centenillo S.A. y Sociedad Minero y
Metalúrgica Peñarroya después, vigilando las instalaciones y las viejas casas
vacías sin haberse prevenido ante el giro de los acontecimientos que algunos
predijeron con tino. La ausencia de pretensiones lo convierte en un simple trozo
de carne que se arrastra de aquí para allá creyéndose alguien importante, con su
escopeta al hombro entre tanta desolación. Durante un tiempo asistió a clases
para adultos que el Estado puso en marcha y aprendió a leer y escribir. Así
comenzó a devorar los libros que, a escondidas, le prestaba el practicante del

pueblo. Machado, Bécquer y Pemán se encargaron durante años de robarle
horas de sueño llevándolo de un mundo a otro, de Soria a Baeza, de entierros y
arpas abandonadas en un rincón a Misereres y ánimas descarriadas por las
oscuras tierras de España. Luego llegaron Darío, Hernández, Lorca y Alberti, de
los que bebió a escondidas del revuelto río de la poesía patria, voces de poetas
silenciados que circulaban por las calles que frecuentaban quienes amaban la
poesía por encima de la política y el miedo. Se hizo con una vieja máquina de
escribir que restauró con la ayuda de un joyero y que la empresa había dejado
arrinconada en las viejas oficinas. El mismo practicante le regaló un ejemplar de
la Enciclopedia Álvarez de Iniciación Profesional. Con él aprendió ortografía,
gramática, religión y matemáticas, que no le vienen mal para llevar las pobres
cuentas de la casa y echarle una mano de vez en cuando a algún vecino, a
aquellos que le piden que escriba unas líneas para sus hijos emigrados.
Cartas escritas unas veces a máquina y otras a mano, con destino Suiza,
Alemania y Holanda y que dan débiles pinceladas de la lenta vida en el pueblo.
A Manuel Scheroff no le interesa nada lo que le dictan, pero es la forma perfecta
de practicar con su vieja Remington Rand. A la ortografía siguieron los
números, perdiendo poco a poco el miedo a un universo de cifras y operaciones
que se abría ante él como las flores de los almendros cuando el frío se queda
atrás. Sus ojos bailaban al son de las cuentas hasta hacer de ellas algo
comprensible con meridiana claridad. Su cabeza hervía furiosa ante un
problema matemático que resolvía con brillantez. Y así fue como, poco a poco,
se convirtió en un hombre de letras y números, con escopeta al hombro y unas
botas destrozadas por las rondas, a pesar de que ante ciertas personas no
mostraba los conocimientos que iba adquiriendo por temor a que alguien
frenase sus ansias de aprender. A cambio de unas pesetas, el dueño del bar El
Imperial le pidió que pusiese al día sus debes y haberes, algo que al guarda le
servía para tomar la alternativa en la contabilidad real y poner en práctica todo
el conocimiento que había adquirido, además de poder tomarse unos anisetes
por cortesía del regente y ganar unas cuantas pesetas extra al mes.
Por un tiempo se mantuvo apartado del cuidado del espíritu, limitando su
cultivo a las altas horas de las madrugadas en las que los dolores de su madre
rendían a la mujer al sueño. La edad arremete contra la piel y el pensamiento
como un pesado arado que ahonda la tierra, creando surcos que llena con
poemas escritos con rabia y reproches hacia él mismo desde que todo fue
desmantelado. Se apañó un puñado de libretas y comenzó a dar rienda suelta a
unos pensamientos que afloraron por arte de magia una de las mañanas de
escarcha, cuando fabulaba con musas propias y extrañas. Se maldecía por la
falta de intrepidez para arremolinar sus bártulos y viajar lejos del hambre, el
silencio y los viejos, seguir las sendas imborrables que otros marcaron, esas que
narran en las cartas que envían a sus seres queridos, ensalzando las bondades
de unos trabajos que, a pesar de no ser tan fatigosos como los de la mina y que

no desmerecen dureza alguna, daban para sacar adelante a sus familias en las
casas que, gracias a un dinero dado por el Estado, pudieron adquirir.
El Fondo Nacional de Protección al Trabajo concedió a cada padre de
familia emigrada la cantidad de sesenta mil pesetas para la adquisición de una
vivienda en la ciudad elegida, a razón de cuarenta mil pesetas a fondo perdido
y las otras veinte mil a devolver en cuarenta años. Esta operación la llevó a cabo
la Dirección General de Empleo. Todos parecían estar felices en su nuevo
destino, mientras los cobardes como Manuel Scheroff permanecían atados a una
tierra que se había cansado de llorar por lo que pudo haber sido y que terminó
convirtiéndose en sueños ahogados en barro rojo inglés y piedra muerta. Los
que se afincaron en Madrid hablaban de El Retiro y de su inmenso lago, donde
las barcas llevaban a decenas de enamorados que desparramaban sus
carantoñas entre zarandeos. De los cines y teatros de la capital, de las tiendas de
ropa cara que solo podían ver desde los escaparates y de las luces que
adornaban la Plaza Mayor en la víspera de Navidad. De las largas colas en doña
Manolita y los domingos de fútbol en el Santiago Bernabéu. Otros, asentados en
Barcelona, alababan la diversidad de Las Ramblas, del ajetreo del puerto y las
decenas de bazares donde comprar de todo a bajo coste. Él solo podía imaginar
lo que esas cartas contaban ante las lágrimas de alegría de los abuelos, al
comprobar que la vida de los suyos marchaba en orden.
Las vetas dejaron de parir plomo y la compañía minera decidió que ya no era
lugar para quedarse, máxime cuando el valor del mineral se desplomaba
debido a la entrada desde el extranjero de mejores precios para el mercado.
Desmantelaron las instalaciones, la maquinaria de extracción y cualquier cosa
que pudiera ser reutilizada. Dejaron solo los edificios de piedra como testigos
impertérritos de la desolación de lo que un día lució como un pueblo rebosante
de vida que creció al amparo de las minas y de unos sueños de metal que
muchos creyeron inagotables. Quedaban en pie algunas cabrias y mecanismos
de cintas transportadoras que no pocos confiscaban al abrigo de la noche para
vender el metal, entre restos de montañas de escombros inservibles para la
industria. Algunos descuideros saquearon las viviendas en busca de algo que
poder vender y comprar así un nuevo vestido para sus parientas o unos zapatos
aceptables para los críos.
Las parras plantadas en las puertas de las casas vacías reclinan hacia el
suelo su antaño crecer airoso, antesala del éxodo y de la ausencia de manos que
las rieguen con agua bendita para sus raíces. El mercado ya no huele a fruta ni
se vocean los beneficios saludables de las verduras. Ni siquiera el viejo
economato conserva resto alguno del trasiego de cuando todo funcionaba como
debía. De la heladería «La italiana», la peluquería o la panadería solo quedan
sus carteles en los quicios de las puertas, pintados sobre la cal desconchada y
muerta. Los fantasmas de las mujeres que acicalaban sus cabellos para el baile y

de los niños que iban a comprar el pan y tortas de aceite y que se quedaban con
la vuelta que sus madres les confiaban, pululan por unas calles silenciosas de
vida. Solo el viento, que no trae más que polvo pesado y gris, otorga cierto halo
de vida al mejunje de casas sin vida que lloran la soledad del desamparo
temprano e inesperado entre sombras de viejos que van y vienen, conformados
con el aciago desconsuelo de verse sin el calor de sus hijos y nietos al final de
sus días. Puertas abiertas y ventanas de par en par, que nadie cruza si no es
para rebuscar algo de valor, ofrecen al mundo el enrarecimiento heredado de
una premura impropia de las gentes de pueblo. Todo bajo la atenta vigilancia
desidiosa de Manuel Scheroff, que aplica su plácida venganza aprobando que
algunos padres de familia necesitados arramblen solo con lo prescindible, a
cambio de unos paquetes de Celtas sin boquilla para ganarse el silencio del
guarda.
Pero la vida avanza presta hacia nuevos rumbos mientras atrás se quedan
las añoranzas de quienes tienen pensado morir donde siempre vivieron. Esos
cuyas conversaciones más habituales traen de vuelta la algarabía cuando cada
mañana los pequeños iban a la escuela. O cuando las tardes en el casino
otorgaban a los hombres momentos entre humo de tabaco de liar que les
regalaba un instante de efímera satisfacción entre jornal y jornal.
Ahí siguen, cosidos como serones de esparto a sus raíces, anclados a la idea
de que nadie los sacará de allí si no es con los pies por delante. La vida es para
los jóvenes que aún pueden permitirse el lujo de invertir unos pocos años en
averiguar si sobrevivirán a la añoranza de unos sueños que apostaron al
amparo de la industria instalada en las grandes ciudades. Marcharon la
mayoría con sus gorras camperas, maletas de cuadros y la familia a cuestas,
auspiciados por el crecimiento incontrolado de la capital y otras ciudades del
norte que recogían a brazadas las hordas de emigrantes que arrastraban sus
bártulos por los andenes. El campo y la mina han pasado a mejor vida y no se
antojan como horizontes ideales para las mentes más inquietas. Ríos de niños
con mocos resecos y churretes, padres empequeñecidos por los bloques de pisos
que crecen por doquier formando ciudades dentro de las ciudades y
adolescentes ávidos por conocer a otros jóvenes, llegan a diario, abrumados por
la altura de las torres y la variedad de vehículos que plagan las calles. Sonríen
boquiabiertos y empequeñecidos por la inmensidad, mientras la gente los mira
con recelo por la desobediencia inadvertida a las órdenes de los guardias de
tráfico, que se desviven para que ninguno de los recién llegados sea atropellado
por un Seat 1500.
Manuel Scheroff hace dos rutas al día, a primera hora de la mañana y por la
tarde, antes del ocaso. Siempre en el mismo sentido y pisando día tras día sus
propias huellas, siguiendo un orden que no responde a ninguna estrategia
premeditada, reviviendo cada jornada los pensamientos que le acompañan en

su caminar parsimonioso, haciendo que el desencanto consigo mismo vaya en
aumento a cada puesta de sol. Por las mañanas, las antiguas instalaciones de las
minas y por las tardes las casas vacías de los desaparecidos moradores. Entra y
sale de los barracones donde los mineros se cambiaban y aseaban al final de
cada jornada. Ahora, solo un puñado de viejos monos de trabajo, algunos
cascos y lámparas de carburo, cuelgan de las viejas perchas de madera junto a
un almanaque con la imagen de Santa Araceli. De pie, en el centro de una de las
estancias, observa con desventura una solitaria y ajada bota, cubierta de una
pátina de polvo que le otorga cierto aire romántico. Revisa los talleres y
comprueba que los tornos y herramientas que la empresa desechó siguen en su
sitio, a pesar de que siempre echa en falta algo que alguien habrá sabido darle
un mejor uso. Aún huele a grasa y a aceite hidráulico, impregnado para
siempre en las maderas del techo y en las piedras de las paredes, como si en
cualquier momento fuesen a regresar los inclementes hombres de la mina a
lavar sus manos y caras ennegrecidas por el hollín. Inspira hondo y da media
vuelta, evitando que los fantasmas preñen su mente, mientras ráfagas de viento
entran por las cristaleras rotas de las ventanas de madera carcomida.
Otra parada necesaria es la pista de baile, donde las verbenas de los
veranos acoplaban a mozos y mozas solteras entre promesas de una vida mejor
y cigarrillos a escondidas de los ojos siempre vigilantes de los padres. Ni
siquiera el templete de música muestra su altivez. Nadie volverá a interpretar
ni un solo pasodoble que haga las delicias del respetable. «Amparito Roca»,
«Suspiros de España» o «El gato montés» no sonarán nunca más hasta altas
horas de la madrugada para abrazar contra el pentagrama a viejas y nuevas
parejas, mientras los mayores sonríen al ver las cuitas de amor de los
desvergonzados muchachos. Y como cada día, justo en ese momento, Manuel
Scheroff piensa en la Antoñita, aquella chiquilla morena como el azabache que
decidió no prestar atención a sus confesiones. Se marchó a Barcelona siete años
atrás para casarse con el hijo de uno de los directivos de la empresa minera.
¿Qué le podía ofrecer alguien como el guarda, cuyo único sueño en la vida era
poder disparar su escopeta contra un jabalí y sentirse el hombre más poderoso
del mundo? ¿Acaso uno de sus poemas, de los que siempre era ella la musa
protagonista, en más ocasiones para mal que para bien? Las mozas de esos años
no tenían más sueños que ser rescatadas por un joven apuesto y acaudalado
que las llevase lejos de la miseria que reinaba en la mayoría de los hogares del
sur. En los planes de las muchachas no entraba casarse con alguien como él,
máxime cuando tenían al alcance a un hombre fornido que las introduciría en el
lujo de la burguesía catalana. Manuel Scheroff y los viejos quedaban para otra
candidata.
En una ocasión tuvo noticias de que había parido por tercera vez, a pesar
de que sus sueños de fiestas y oropeles no resultaron ser tal y como los había
imaginado. Se podría decir, siempre por oídas, que hizo de ella una sirvienta,
mientras su marido enfriaba sus calenturas con las mujeres de ciertas salas de

moda de la ciudad. Bien mantenida, eso sí, pero sirvienta al fin y al cabo. El
guarda nunca se alegró de ello, pero más de una mueca de «te lo dije» se le
escapaba cuando nadie lo veía, pensando que la vida de lujos soñada por la
Antoñita se tornó en un infierno conyugal. Porque otra cosa no, pero las faenas
propias de una mujer en la casa nunca terminaron para ella. El guarda no podía
ofrecerle ni una gran mansión ni los lujos a los que tenía acceso su marido, pero
jamás la hubiese tratado como una criada. Y menos aún, desde que el solanillo
perturbador de la poesía llegó a su vida y convirtió sus sueños de amante fiel en
el motivo de sus versos, dedicados a amores invisibles que imaginaba felices a
su lado. Las letras pusieron del revés su forma de ver la vida, añadiendo
corazón donde antes solo había dinero y esperanza cuando la nostalgia
presionaba su pecho. Gracias a Dios, la Antoñita no fue la única muchacha con
la que Manuel Scheroff pudo tener algún momento que otro de intimidad,
aunque sí por la que más perdió la cabeza. Era un mozo de buen ver y de labia
ágil, así que cada vez que subía a las fiestas del pueblo de arriba, ponía en
marcha sus pericias amorosas para derretir hasta a la más pintada. Y pocas eran
las que no se dejaban embaucar por las palabras y brazos fuertes del guarda de
El Centenillo, de quien casi todo el mundo sabía que vivía por y para su madre.
Fueron muchos los roales de hierba a las afueras del pueblo que quedaron
aplastados por la presión de dos cuerpos retozantes, uno siempre el del hijo de
doña Matilde. La máxima de Manuel Scheroff era que, mejor o peor, se podía
vivir sin cartera, pero no sin el roce de una buena hembra, un jornal y el calor
de la lumbre.
Antes de meterle mecha al puchero se deja caer por el antiguo casino, una vieja
costumbre convertida en ritual. Las decrépitas y cómodas sillas de anea se
amontonan rotas y olvidadas en un rincón. La mesa de billar muestra aún
algunas bolas a las que nadie presta atención, como si estuviesen esperando que
aquellos que comenzaron la partida y que desaparecieron tras al alboroto,
regresaran para dar por zanjada la apuesta de turno. Las ventanas están
siempre abiertas y los percheros medio caídos. El entarimado es quizá el único
elemento que, de forma inexplicable, soporta mejor el trascurrir de la soledad.
Cuantas partidas de cartas quedaron pendientes entre estas paredes, cuantos
puros se fumaron en los tratos entre corredores de fincas y los dueños de la
Sociedad Minero y Metalúrgica Peñarroya. Los discos Fundador que
amenizaban el ambiente se ven rotos por las pisadas de los saqueadores y
recuerdan el brillo esplendoroso del local durante los años buenos. De nuevo, la
mirada triste del guarda desvela su añoranza, al tiempo que destellos fugaces
de vivencias ya pasadas cruzan veloces por sus retinas. Como las tardes de los
sábados en las que a los ingenieros y administradores de la empresa les daba
por invitar a unas rondas de chatos a quienes tuviesen la suerte de estar en el

momento justo. Ahora, solo el polvo acumulado narra en silencio que hace
tiempo que allí ni se brinda ni se espera cerrar trato alguno.
Al salir se recoloca la escopeta y lee como cada día la placa que sobrevive
férrea clavada en la pared de enfrente, a modo de recordatorio perpetuo para
ensalzar a quienes hicieron llegar la vida hasta el poblado. En 1909, la
Centenillo Silver Lead Mines Company Limited costeó la traída de agua potable
desde el Camino del Puntal, haciendo especial mención al coste de la obra.
«Abastecimiento de agua potable llevado a cabo y costeado por la empresa
de la Centenillo Silver Lead Mines Cº Lº, habiendo ascendido su importe a
300.000 pesetas. A.D. 1909».
Observa el trozo de mármol como si tuviesen que estar eternamente
agradecidos a los ingleses que llegaron desde Linares para hacer estallar las
entrañas de la sierra en busca de plomo y algunos remanentes de plata que
robarle al inframundo, restos que los romanos y sus rudimentarias
herramientas pudieron dejar sin extraer. Construyeron las casas, aunque
insuficientes para la cantidad de personas que llegaron desde Almería, La
Mancha y diferentes puntos de Jaén para trabajar en las minas. Cerca de seis mil
almas esperanzadas en formar una familia unas y en mantenerlas con vida el
tiempo suficiente, hasta que sus hijos pudiesen salir huyendo antes que sus
padres, otras. Dotaron al poblado de colegio, hospital y cuartel de la Guardia
Civil. Pero el dinero se marchó con la última empresa que se hizo con todo el
capital, dejando tras de sí solo una grosera placa de mármol en la pared a la
que, salvo Manuel Scheroff, nadie presta atención.
Un perro flaco y comido por las pulgas le observa cegado por el sol,
parpadeando despacio y llamando la atención del guarda. Lleva un fino ramal
al cuello, como si hubiese mordido sus ataduras y escapado de un dueño que ha
olvidado alimentarlo. Apenas puede aguantar su propia cabeza y las costillas se
cuentan con claridad. No puede evitar comparar al pobre animalillo con el
espíritu del pueblo. Calles doblegadas por el olvido, cual huesos del costal del
chucho. Su extrema delgadez, el porvenir que espera a quienes decidan
quedarse a vivir aquí. Si acaso, solo la blanca cal de las casas da pie a pensar
que algo de luz queda en las viejas callejuelas sin bullicio ni esperanza. Un
pueblo sin lágrimas cuyos ojos de los que quedan no tienen más miras que
saborear una cazuela de guiso los sábados, algo de cardos y acelgas con
garbanzos entre semana y un plato de aceitunas de cornezuelo para acompañar
un vaso de vino. Se han olvidado de vestirse como Dios manda. Puede que solo
la misa de los sábados por la tarde o los domingos a primera hora les devuelva
la dignidad y la ilusión suficientes para sentirse vivos, aunque sea por unos
momentos que no se prodigan mucho por la aldea. Pocos van ya a misa por
vocación, sino por el temor enraizado en la creencia de que el Altísimo es

motivo y solución de todos sus males y de la escasez de efímeras alegrías en
estos tiempos modernos.
Como cada medio día y antes de marchar a dar cuenta del puchero, el guarda
de El Centenillo pasa a saludar a don León, un viejo minero que ha sobrevivido
a guerras y desórdenes varios. Siempre en el mismo lugar, sentado frente a la
puerta de una casa que ni siquiera es de su propiedad, con las manos apoyadas
en su inseparable cayado, la visera de la gorra mirando al suelo y los ojos
cerrados a la claridad, disfrutando de una placentera siesta del cordero. Las
arrugas de su frente esconden jornales eternos de quema de rastrojos y ramón y
miles de horas en las galerías, extrayendo con más rabia que devoción la galena
para los ingleses. Don León ya no recuerda cuántos años tenía la primera vez
que se enfundó el mono de trabajo y bajó en la cesta de la cabria hasta lo más
profundo de la tierra. De aquel tiempo solo recuerda el golpeo constante de las
mazas y la ruidosa percusión rítmica que causaban los martillos hidráulicos que
la empresa facilitó a los trabajadores años más tarde. Fueron tiempos de
enfermedades, de fatigas y pocas horas de luz natural. La oscuridad de la mina
se convirtió en una más de las cuadrillas, haciendo que las pupilas
multiplicasen su tamaño hasta hacer que el más mínimo rayo de sol se clavase
en sus ojos como agujas candentes. El hombre sabe que morirá donde ha nacido
y vivido, esclavizado a una tierra que fenece con cada puesta de sol, atacada por
el desgobierno unas veces y por la sinrazón otras.
Desvelado por el rodar de un canto de río que el guarda patea, observa
cómo Manuel Scheroff se aproxima por la cuesta del Ayuntamiento, siempre a
la misma hora, día tras día, siempre las mismas preguntas sobre por qué no se
ha marchado como el resto en busca de otra ínsula que arroje algo de ilusión
sobre una vida frenada en seco por la falta de plomo.
―¿Terminando la ronda? ―pregunta sin mirarle a los ojos.
―Ya ve, don León, con la tarea de cada día. Vamos a ver si preparamos
algo de merienda ―responde, tomando asiento a su lado.
―Don Francisco ha recibido carta de su hijo, el que se fue a hacer los
madriles. Vamos quedando cuatro viejos esperando a que llegue nuestra hora.
Los que se marchan a la zona de levante parece que se colocan rápido. La
construcción necesita hombres. Tú sabes hacer muchas cosas. Seguro que
encajarías.
Don León no se atreve a preguntarle otra vez por qué continúa con un
empleo que solo él ve, rondando una y otra vez entre los mismos edificios
ruinosos. Sabe que lo que le ata a El Centenillo es su pobre madre, la obligación
moral de cuidarla hasta que exhalase su último aliento. Para don León no es
motivo suficiente. Algunas fincas de los alrededores necesitan a hombres que
conozcan el terreno y acompañen a los ricachones que llegan los fines de
semana a pegar cuatro tiros a ciervos y jabalíes, y allí no hay nadie mejor que él

para esa función. Manuel Scheroff tiene el don de la caza, pero la ternura que ha
ido creciendo en sus adentros con el paso de los años y su afición a escribir y a
los números, le han hecho cambiar los perdigones por lápices y cuartillas que
consigue bien en la vieja escuela, bien en el pueblo, a cambio de hongos,
piñones o unos espárragos trigueros buscados con maestría. Ya no quiere ver
sufrir a un animal por diversión.
Saca un paquete de Celtas y la yesca y prende un cigarro. Tras una
profunda calada, levanta la vista al sol y entrecierra los ojos. Ni siquiera
responde a los consejos velados que don León tiene para él cada día, con la
confianza y la buena voluntad que solo él es capaz de mostrar.
―¿Cómo está tu madre? Me he pasado a verla esta mañana. Esa maldita
tos no desaparece nunca.
―No le quedan muchas fuerzas a la mujer. El otro día tuvo que venir el
médico a la casa. Casi no podía respirar. Preparé unos vapores con un mejunje
que me dio y parece que algo la alivió. Pero no tiene buena pinta. Sus pulmones
están hechos un Cristo. Hay noches en las que no pego ojo, vigilando hasta que
se duerme. Mire qué cara tengo. A este paso voy a ser yo quien necesite
medicación.
―¿No vivía en Málaga un familiar vuestro? ―se interesa el vecino―. Los
aires de la costa le sentarían bien, alejarla de las escombreras. Seguro que se
ofrece a ayudaros. Una hermana siempre es una hermana.
―A ese ni lo mente. Menudo hijo de puta. No ha querido saber nada de
nosotros desde que los negocios le empezaron a ir bien. No quiere trato con los
pobres. Ni siquiera unas míseras líneas para ver cómo anda su hermana. Lleva
años sin dar señales de vida. Que se quede con su dinero y sus negocios.
Nosotros estamos muy bien sin ayuda de nadie. Me basto y me sobro para
cuidar de ella.
―Pero Manuel…―. No acierta a decir nada más, acostumbrado a ver que
no atiende a razones―. Haz lo que mejor veas, hijo, pero ni tú eres médico ni tu
madre te va a durar toda la vida.
El hermano de su madre emigró hasta la costa y se embarcó durante un
tiempo. Un accidente temprano y sus habilidades en asuntos de negocios le
hicieron prosperar en el puerto de Málaga, creando junto a otro socio una
empresa dedicada a la estibación de barcos. Poco a poco, y por culpa de la
avaricia impropia de los pobres, invirtió en fincas de los alrededores de El
Centenillo, pero ni siquiera se dejaba ver por allí. Nombró a un administrador
que le lleva las cuentas. No quiere volver y mezclarse con tanta mugre que solo
le recuerda un tiempo de penuria y piojos, sin contar con los amigos
improvisados que le sacarían los hígados si fuese necesario hasta dejarlo sin un
duro a fuerza de pedirle préstamos que no está dispuesto a conceder.
―Manuel, hijo. Tu madre necesita un buen médico. Haz lo que veas, pero
mi consejo es que…

―Nada, don León, no insista ―le interrumpe de forma brusca―. Se
recuperará. Por el bien de los dos esa tos no tardará en irse. Mi madre es fuerte.
Usted la conoce y sabe que siempre ha salido adelante. Primero con mi padre en
casa y después los dos solos. Tiene buenas mimbres, la mujer.
―Que Dios te oiga, muchacho, que Dios te oiga. Si crees que ese es el
mejor camino, yo no soy quién para decir lo contrario. Entiéndeme. Os conozco
de toda la vida y no me gusta ver cómo sufrís. Os tengo en buena estima y solo
quiero lo mejor para vosotros.
Guardan silencio. El viejo lleva sus pensamientos al suelo mientras Manuel
Scheroff da otra calada. Su testarudez le hace no seguir los consejos de nadie.
Envidia a los amigos que son libres para pensar qué es lo mejor para ellos y sus
mujeres e hijos. A pesar de no tener más que a su madre en el mundo, está
irremediablemente atado a ella. Maldice a cada minuto su falta de valentía para
huir de allí y correr lejos del olvido al que está avocado si no arriesga, pero no
puede dejar sola a doña Matilde. Un día ella se marchará también y será
entonces cuando vuele con sus libretas repletas de poemas bajo el brazo, se
olvidará de la escopeta y de la vaguada que limita con muros invisibles las vías
de escape para poner en marcha una nueva vida. Pero entonces puede que sea
demasiado tarde para empezar de nuevo. Las palabras de don León no
esconden más que la esperanza de que el joven guarda camine hacia un sueño
más prometedor y deje atrás a los viejos del lugar, que esperan desde hace
tiempo que la parca los encuentre desprevenidos a la vuelta de cualquier
esquina.
―Me alegro de verle. Marcho a casa ―dice mientras pisa el cigarro y
exhala una bocanada de humo.
―Saluda a tu madre de mi parte y dale ánimos. Ya verás como pronto
mejora.
―De su parte, don León, de su parte.
La casa está abierta. Deja la escopeta tras la puerta y la gorra en la percha de la
entrada. Doña Matilde a duras penas puede dar un paso sin tambalearse.
Apoyándose en la pared se mueve por la casa como buenamente le permiten
sus piernas, arrastrando los pies por el cemento pulido del suelo como un preso
su bola de penitencia, procurando respirar de manera suave. Su hijo va presto
hasta ella y la ayuda a tomar asiento en la cama turca.
―Siéntese, madre. Ya me encargo yo de calentar la comida. Sabe que no
puede hacer estas cosas sola ―propone lastimoso.
―¡No querrás que esté todo el día sentada como una inválida! Todavía me
quedan fuerzas para hacer un puchero ―farfulla con ira, cuando un repentino
ataque de tos estremece sus pulmones y tapa su boca con el pañuelo que guarda
en la manga de su fino jubón. El guarda ve un esputo de sangre que mancha la

tela bordada con las iniciales de su padre. El corazón se le encoge mientras
busca un vaso de agua para la mujer.
―Si tu padre me viera… ―. No hacen falta más palabras para recordar
toda una vida. La que antaño fue una mujer fuerte, vigorosa y más hembra que
madre, ahora no es más que una vieja sin fuerzas para ponerle siquiera a su hijo
un plato de caldo en la mesa sin que se le caiga de las manos.
―Padre siempre nos ve ―. El desventurado hijo mira el retrato que
preside la salita. Un hombre trajeado y recto, firme, como si de un militar se
tratase.
―Qué guapo está en esa foto. Así es como hay que recordar a los nuestros,
limpios y bien peinados. Dos días después de hacer ese retrato nos casamos.
¿Verdad que está guapo, Manuel? ¿Verdad que sí?
―Claro que sí, madre. Padre era un hombre de muy buen ver. ¿O ya no
recuerda que usted siempre me decía que tenía loca a más de una moza?
―A más de una moza y a alguna que no lo era tanto. Tenía que andarme
con ojo con tanta víbora suelta. Aunque su bondad le acarreó más de un
disgusto con algún marido celoso, todos sabían que no era de esos que van por
ahí metiéndose en falda ajena. Tu padre solo tenía ojos para su Matilde, para
nadie más. Y así lo demostró hasta que nos dejó.
Escucha el delgado hilo de voz con el que su madre recuerda los años
mozos junto a su malogrado esposo. El hijo doliente se incorpora y remueve las
ascuas. Coloca las trébedes y sobre ellas la olla con un puñado escaso de acelgas
con cebolla. Mientras hierve el agua echa a la lumbre unos trozos de piel de
cerdo para asarlos. Mira cómo se retuercen mientras doña Matilde se ciñe la
toquilla tras un escalofrío. Se queda dormida mirando al infinito y Manuel
Scheroff la observa, intuyendo que pronto tendrá que preparar la comida solo
para él.
Esa tarde es como todas las tardes. Su habitual ronda por lo que queda del
cuartel de la Guardia Civil, el hospital y poco más. La soledad y el silencio
forman parte de su vida, fieles escuderas de unas espaldas que nada temen.
Cada cierto tiempo hace una parada para fumar y lamentarse, escuchando el
vertiginoso silencio que vuela sobre los tejados. Desde el altozano otea su
futuro, atado de pies y manos al puñado de casas que limitan sus ansias de
volar. Lamentablemente, hoy tampoco será el día en el que despliegue sus alas
en busca de nuevos destinos infinitos para un alma fogosa como la suya.
Cae la noche con sus sombras sobre El Centenillo. Llega aletargado y
retrayendo a los pocos vecinos al interior de sus casas para resguardarse en el
brasero del relente cortante y seco. Un toque de queda invisible asumido por los
huesos descalabrados de los hombres y mujeres que apenas cuentan los días
venideros que puedan quedarles en este mundo incierto. Almas que se
consuelan con los recuerdos que de tanto en tanto rememoran en
conversaciones, al abrigo de los hogares o calentando sus sienes al sol de la
tarde.

La noche cae sobre él, sobre todos. Las tímidas candelas iluminan los
hogares tras las ventanas. Desde el exterior, unas luces amarillentas dibujan un
lienzo que bien podría haber firmado Géricault. Como los hombres de la balsa,
todos ellos van a la deriva, cuerpos que la marea del tiempo arrastra sin piedad
por las lomas.
Una ráfaga de aire se cuela por el marco carcomido de la ventana y le despierta
con un escalofrío. Sobre la sábana del camastro todavía descansa un puñado de
hojas con poemas paridos en la madrugada. No ha sido una noche plácida.
Doña Matilde no dejó de toser hasta altas horas, cayendo rendida una vez que
el sueño le ganó la batalla. Varias fueron las veces que tuvo que levantarse para
llevarle un poco de agua y consolarla. Maldecía la fragilidad de su cuerpo
doliente mientras él la alentaba con palabras a las que ella no prestaba atención,
mientras miraba de nuevo la sangre que manchaba el pañuelo. Con sigilo, lo
introdujo en la manga del camisón, apartándolo de los ojos de su hijo. Manuel
Scheroff acariciaba la frente de su madre, humedeciendo sus manos con el
extraño sudor que brotaba a pesar del frío de la noche. La respiración era
mecánica y a pequeñas bocanadas. Las evidencias del grave problema
pulmonar se postraban ante sus ojos legos en la materia y le hacían pronosticar
el peor de los desenlaces.
Incorporado al filo del jergón relleno de trapos viejos, lana y farfolla,
respira profundamente con las manos apoyadas en las rodillas, mientras lucha
por mantener abiertos los párpados. La sensación de estar en el lugar que debe
le aturde, como otros tantos despertares, como las decenas de noches en vela en
las que suple la falta de sueño con historias que afloraban de su mente inquieta.
Lanza un largo suspiro y se pone en pie, forzándose a pensar que cumplir con
su obligación de hijo preocupado, quedándose a cuidar de su madre y vivir
donde los demás piensan que no debe estar, es lo correcto. Ya no es tan efusivo
como los otros hombres, más bien un espíritu apagado que se deja llevar por las
circunstancias, un alma en pena que hace siempre lo que debe y aparta de su
camino incierto lo que desea. Vive sin sueños ni metas que alcanzar, más allá de
un buen día de caza y fumar un cigarro en Pozo Nuevo, perdiendo la mirada
hacia el monte cambiante según la estación que toque. Si acaso, añora el día en
que una guapa moza se cruce por su camino y abra sus brazos a la pasión y al
deseo de querer compartir con él sus quebradizas alabanzas por una vida
ilustrada con amor y gestos sentidos hacia la madre de sus hijos. Será entonces
cuando, por fin, tenga una musa de carne y hueso, no las que dibuja en su
mente mientras el frío o el calor atenazan sus pasos decaídos por los carriles de
la hondonada.
Decidido a comenzar una nueva jornada, se echa unas manotadas de agua
a la cara. El frío le estremece. La luz del día se deja entrever tras la silueta de los
cerros. Se acerca hasta la puerta del dormitorio de su madre. Parece descansar

por fin. Pasa a la cocina y parte unas támaras para encender la lumbre,
vertiendo sobre ellas aceite usado para acelerar la combustión. Echa mano de
un cazo requemado y calienta algo de torrefacto. Recuerda el aroma a té
importado y pastas recién hechas que antaño salía por las ventanas de las casas
de los ingenieros a eso de las cinco de la tarde. Toma el pan duro que sobró de
la escasa cena y lo apresa con las tenazas para ponerlo al fuego. La misma
pequeña aceitera de chapa que hay sobre el hogarín y que contiene apenas un
dedo de aceite de freír ajos, le sirve para un parvo desayuno. Se retrepa en la
silla de anea y deja que el calor le queme las piernas. Mira el fuego y se deja
hipnotizar por su destello infernal. El crepitar de la leña marca el inicio de un
nuevo día de soledad, de rutina, de vueltas y vueltas sobre los mismos pasos y
pensamientos que martillean su sien sin compasión. Un nuevo día de
noviembre donde el silencio será el segundero que marque el paso lento de las
horas interminables, de escopeta al hombro y conversaciones con el destino
incierto que elabora para sí.
Antes de abrigarse y colgarse la carabina, echa un último vistazo a doña
Matilde. Sigue en la misma posición que minutos antes. Da por bueno el
resultado de la vigilia nocturna y sus cuidados, suponiendo que duerme todo lo
que no ha podido dormir la pasada noche. Se acerca hasta la cama, la arropa
bien, introduce entre las sábanas una bolsa de agua caliente, las remete bajo el
colchón y la besa en la frente, asegurándose de que las ventanas estén bien
cerradas. Cualquier día puede ser la última vez que repita el ritual de hijo
cumplidor. En su interior retumba la triste idea de ir preparando las monedas
para el barquero. Desea que ocurra mientras duerme, rápido, sin darse cuenta.
Una mujer como ella no debe abandonar este mundo entre lamentos y
retorciéndose de dolor. Demasiado ha padecido durante su vida como para que
no se le otorgue el beneplácito de la celeridad en su último instante. Recuerda
los inviernos cuando, de pequeño, era incapaz de conciliar el sueño,
martirizado por terrores nocturnos provocados por truenos y rayos en las
noches de tormenta. El llanto desvelaba a su padre quien, con un codazo en el
costado, invitaba a su mujer a hacerse cargo del pequeño. Doña Matilde
abandonaba el lecho conyugal y lo acurrucaba entre sus brazos en la mecedora
hasta que ambos caían rendidos, mientras tarareaba una vieja nana minera de la
que Manuel Scheroff ya no recuerda la letra. Al son de la melodía, los párpados
del pequeño pesaban como piedras de galena.
Mira las paredes del interior de la casa, cuarteadas y encaladas de manera
irregular, los cuadros con escenas de caza y los visillos que su abuela regaló a
su madre como parte del ajuar. Así son las casas de los pobres, intentando
maquillar con cuatro estampas enmarcadas de viejos almanaques una vida que
odian tanto como a ellos mismos. Aun así, doña Matilde se afana en hacer que
su hogar parezca eso, un hogar, sin mayúsculas, pero un hogar al fin y al cabo
que no desmerezca a ninguna de las otras casas. Hay espacio de sobra para el
desaliento y la desesperanza dentro de las viviendas. En otros tiempos, padres e

hijos se agolpaban sobre camastros y se apretujaban unos contra otros para
combatir el frío, comiendo de la misma olla y lavándose en un lebrillo como
buenamente podían, a pesar de no ser lo habitual en El Centenillo. El jornal de
la mina daba para algo más que acelgas, potajes y ajos fritos todos los días.
Zapatos lustrosos para la misa de los domingos, pantalones cortos remendados
de aquella manera y ropa que iba pasando de unos hermanos a otros como una
herencia miserable convertida en costumbre ancestral, que hacía que los padres,
a pesar de que el salario de la mina podía doblar el del campo, prefiriesen
guardar sus ahorros para cualquier imprevisto antes que andar estrenando ropa
a cada tanto. Manuel Scheroff era hijo único, así que su vestuario era tan escaso
que descansaba en el pequeño armario de sus padres. Siempre iba de punta en
blanco a misa y en fiestas de guardar, repeinado y limpio, como el hijo de un
ingeniero, con la raya de los pantalones bien marcada y los puños de las
camisas blancos como la piel de un enfermo. Su madre no iba a permitir que,
por escasos que fuesen los cuartos, su pequeño diese que hablar a las lenguas
retorcidas de las víboras que analizaban de pies a cabeza cualquier descuido
materno.
El tormento que siente por su sobrado orgullo le estremece la columna
vertebral como si le estuviesen moliendo a palos atado a un poste. Su madre
había cuidado de él desde la muerte de su padre, así que es tiempo de
devolverle todo el amor que doña Matilde le regaló, no de pensar en huidas ni
viajes que vaya usted a saber qué podrán depararle. Sí, todos llevan razón
cuando le dicen que su tiempo en El Centenillo ha terminado, que su destino
está lejos de allí, pero los que se marcharon lo dejaron todo bien atado. Los
deberes de Manuel Scheroff aún están vigentes. Ni quiere ni tiene fuerzas para
dar el paso que significa tener que dejar atrás lo único que le queda en la vida.
Por mucho que los viejos del lugar y algún que otro amigo del pueblo de arriba
le animen a coger los bártulos, él sabe que mientras su madre respire su lugar
está junto a ella, vigilando las noches y rezando en las mañanas para que Dios
no reclame su presencia de forma inmediata.
El pago a Caronte está listo. Es cuestión de tiempo que la barca eche el
amarre frente a su puerta y la lleve consigo. Por fin descansaría en paz, hastiada
de luchar por alargar una vida que no es tal desde hace años. El guarda piensa
en la suerte de los que mueren sin darse cuenta y sin sufrimiento previo.
―¿De qué sirve vivir cien años si muchos antes nos convertimos en el
recuerdo lamentable de lo que un día fuimos, perdiendo la dignidad y las
fuerzas si quiera para poder lavarnos las ronchas de nuestro cuerpo
agonizante? ¿Qué es la vida sino el camino que desde el inicio nos enseña que
estamos destinados a morir? ― escribió alguna noche. Su padre tuvo suerte, lo
suyo fue rápido. Un duro golpe para ambos, pero el hombre evitó un tiempo de
sufrimiento a cambio del dolor irrompible de una madre y un hijo que
perdieron de manera explosiva al cabeza de familia, teniendo que vivir con el
suplicio de saber que nunca más volverían a verlo.

Y recuerda a los veintiún mineros que murieron asfixiados en el incendio
de la mina de Araceli cuarenta y cuatro años atrás. Piensa en sus familias, rotas
por el dolor y la rabia por el fatídico accidente, donde perdieron no solo a un
ser querido, sino también el sustento de sus casas.
De pie en el escalón de la casa y tensando la correa de la escopeta con el pulgar
izquierdo, olvida esas lúgubres imágenes y se pone en marcha, no sin antes
atrancar bien la puerta henchida por el sol, el agua y el viento. No se escucha ni
un ruido en la calle. Algunas nubes dan a entender que quizá el agua haga acto
de presencia, pero las cabañuelas dijeron que pocas gotas regarían los cerros
durante noviembre. Sería un otoño seco que agilizaría la recogida de la
aceituna. Se recoloca la gorra y comienza a caminar, decidido a cumplir con su
obligación.
Entre paso y paso, la sensación de que el día que su madre pase a mejor
vida él tendrá que tomar una decisión, llega como una pedrada en la sien.
Quién sabe si ese momento se alargará en el tiempo y ser entonces demasiado
tarde para que alguien quiera contar con él en un nuevo empleo. Las dudas le
provocan tal desazón que le queman la frente. A pesar de ser una mañana
fresca, el calor comienza a recorrer cada músculo de su cuerpo mientras, entre
calada y calada, duda si desea su muerte inmediata o continuar siendo su fiel
cuidador. Se santigua al darse cuenta del pensamiento diabólico y respira
hondo, pide disculpas al Altísimo y baja la mirada con una reminiscencia de
culpa que casi le hace llorar. Dios le libre de querer que doña Matilde muera
para otorgarle la libertad que no consigue vislumbrar por su escasa valentía.
Varios hombres hablan fatigosos junto al bar La Entrada sobre un rumor
que lleva tiempo en boca de todos. Son jornaleros contratados por Los Calados,
la familia que se ha hecho cargo del relavado de las escombreras y de darle
salida a las viviendas, que saborean una copa de «sol y sombra» para entonar el
cuerpo. Manuel Scheroff sabe que la Sociedad Peñarroya ha vendido en un solo
lote todas las casas y que esta gente las tiene en venta. ¿Qué ocurrirá si alguien
llega con un buen fajo de billetes para comprar la casa de su madre? ¿Dónde se
meterán si, llegado el momento, se ven con las maletas en la puerta? Traga
saliva y se acerca a curiosear, temeroso de que el rumor sea ya una realidad que
ha sido ocultada a los vecinos.
―La venta no va a resultar tan fácil como todos creen. Aquí no queda
nada. ¿Quién va a querer comprar cuatro chozas sin valor y que a duras penas
se mantienen en pie? ―pronostica uno.
―Siempre hay un roto para un descosido. Seguro que algún ricachón de
Madrid viene con los bolsillos llenos y se hace con todo. Que los ricos son como
son y no les tiembla el pulso ―dice otro, que con el gesto torcido deja ver un
enojo evidente.

―Pues a mí me han dicho que Los Calados la llevan clara. Creen haber
hecho el negocio del siglo quedándose con las escombreras y las casas. Las
piedras puede que les reporten algunas ganancias, pero lo que son las casas…
Me da que van a estar así muchos años ―sentencia un tercero, que apura de un
trago el corrosivo brebaje mientras observa curioso el acercamiento del guarda.
Apunta que la gente del lugar no anda muy boyante como para poseer dos
viviendas. A duras penas pueden mantener las suyas como para darse el lujo de
disponer de una parcela en la sierra.
Manuel Scheroff escucha y mueve con el pie una pequeña piedra. Levanta
la vista al cielo mientras la tertulia asegura que ha sido una mala operación,
pero que los días cambian según el aire y puede convertirse en la mejor
inversión que hacer por esos lares. Las idas y venidas en las conversaciones de
quienes no saben más que trabajar es la constante en un pueblo que solo quiere
vivir y alimentar a los suyos.
Mientras tanto, cada vez que alguno de los hombres ve complicada la
venta, Manuel Scheroff esboza una sonrisa placentera.
―Puede que el guarda sepa más que nosotros ―indica uno de los
jornaleros ante su asombro. Él lo mira sorprendido con los ojos abiertos de par
en par―. ¿Qué se rumorea por aquí? ¿Se venderán o no se venderán las casas?
Se encoge de hombros mientras aprieta los labios en señal de
desconocimiento.
―Por aquí, lo que se dice hablar, se habla poco, porque hasta ayer mismo
no era más que un chinchorreo. Hace tiempo que nadie de la empresa se acerca
por el pueblo para traer alguna noticia ―responde ante la curiosidad de los
obreros del pueblo de arriba―. Nadie quiere llenarse los zapatos de polvo. Ya
sabéis cómo se vive aquí. Los viejos son de pocas palabras. No tendrían perdón
de Dios si le dan boleta a esta gente. ¿Adónde iríamos si no tenemos más que lo
que se ve? No se atreverán, estoy seguro. Al menos podrían tener la decencia de
esperar a que estén bajo tierra para no hacerles sufrir más, que bastante han
vivido y padecido como para morir en la calle. Yo, sin embargo, ya me las
apañaría.
―Llegaron, arramblaron con todo y cuando la tierra se secó, salieron
corriendo como ratas. Porque eso es lo que son, ratas, cochambre que arrasa con
todo allí por donde pasan.
―Al menos dejaron algo de dinero, que falta hacía ―apuntilla el guarda,
haciendo creer erróneamente al grupo que ejerce de abogado del diablo.
―Dinero, más de una viuda y algún que otro bastardo. Se pagó un precio
demasiado alto, creo yo. Lo que pasa es que el Estado se ha olvidado de la gente
de pueblo. Aquí no hay nada que rascar, así que no esperéis que regresen los
buenos tiempos. Vete tú a saber dónde se quedó aquello de «ningún hogar sin
lumbre, ni un español sin pan». Esas dos cosas faltan aquí. Franco debería venir
menos de caza y más a patear estos carriles. Las cosas importantes se cuecen en
la ciudad, no en la sierra. Nosotros solo somos sus bufones, los que ponemos los

venados a tiro y les cobramos las piezas ―comenta el que parece estar más
enrabietado―. ¿Algo de dinero dices? ¡Ja! Ojalá los ingleses no hubiesen puesto
un pie aquí jamás. Lo hicieron en Linares y en Ríotinto. Cuando ya no podían
explotar nada más, huyeron y dejaron a muchas familias con una mano delante
y otra detrás. Son como las langostas que arrasan cosechas.
Los jornales escasean y hay que buscarlos cada vez más lejos del hogar,
segando en las vegas del Guadalquivir o vendimiando en Francia o en La
Mancha. Desde otros pueblos llegan noticias de que la gente se ha marchado a
la rivera del Ebro, La Rioja y Navarra al pimiento, familias enteras en busca de
pan. Arramblaban con todo, hijos, perros y abuelas. Después de pasar los
veranos en sus lugares de procedencia, vuelven a marcharse en otoño y tras la
aceituna regresarán al espárrago. Para los pueblos blancos de cal y rancios de
sudor no hay más vida que la que cabe en una maleta. Continuos viajes de ida y
vuelta para mantener la dignidad de unas familias que se pasan media vida
dentro de trenes y autobuses. Gentes que no saborean como deben el calor del
hogar.
Pero el campo es el campo y su historia es un llanto continuo que enrojece
los ojos de los hombres y mujeres de bien a cambio de mantener viva la
esperanza de que un día todo cambie. Por ahora no hay más historia para ellos
que hacer y deshacer maletas cada cierto tiempo. Los niños pierden muchos
días de escuela y dirigen su futuro hacia la repetición, una y otra vez, de la
misma historia de sus padres.
La tertulia se da por finalizada cuando una camioneta llega para recoger a
los hombres. Manuel Scheroff mira cómo suben en la parte de atrás al tiempo
que todos se despiden de él con un leve movimiento de cabeza. El dolido hijo
levanta la mano sin decir nada, pensativo por todo lo que se ha dicho.
―No hagas caso a lo que digan esos ―escucha cómo le aconseja una voz a
sus espaldas―. La mitad de los días no dan un palo al agua y creen que todo lo
saben. Aquí come mucha gente de los que vienen a cazar, nos guste o no ―.
Basilio, el dueño del bar, observa cómo se aleja el vehículo, dejando tras de sí
una polvareda que arranca un nuevo foco de conversación―. Como no llueva
pronto no habrá quien arregle este secarral. Anda, entra. Te invito a un anisillo
antes de que empieces la ronda.
―Déjalo. Creo que tengo el estómago cerrado.
―¿Cómo anda doña Matilde? ―. Al igual que el resto de vecinos, el
propietario de la taberna sabe de su salud.
―No mejora mucho que digamos. Sus pulmones se resienten cada día
más. Ahí se ha quedado, dormida y rendida tras pasar media noche en vela. No
sé qué voy a hacer si no mejora.
―No pinta bien el asunto, ¿verdad?
Calla mientras Basilio le sirve una copa de anís. Los fantasmas del pasado
pasean sus cadenas por la aldea como quien arrastra sus pasos hacia un futuro
desconocido. Incluso la naturaleza confabula y pinta el cielo con tonos grises

pero que poca agua traen a una tierra sedienta de vida. Nada parece existir
entre las lomas de pinares infinitos, eternos vigilantes del inexorable paso del
tiempo.
―Aquí nunca volverá a ocurrir nada bueno ―dice el guarda mirando la
copa de anís―. Somos perros flacos comidos por las pulgas. ¿Quién se acordará
de nosotros, si por aquí ni siquiera bajan ya ni el cartero ni la Guardia Civil?
―Esto es solo una mala racha que tendremos que pasar como buenamente
podamos, amigo mío.
―A mí solo me espera el tiempo vacío. A veces pienso en irme a la capital,
pero, ¿qué haría yo con todo ese tráfico y tantos y tantos bloques de pisos? Es
una jungla para mí, me convertiría en un cordero descarriado. Madrid se come
a la gente, estoy seguro ―pronostica―. Por Dios, si ni siquiera tengo un traje en
condiciones que ponerme. La última vez que me vi con corbata fue en la boda
del Miguelillo, ¿te acuerdas? Y de eso hace ya un siglo.
Manuel Scheroff deja atrás las amables palabras de apoyo del tabernero y
continúa la ronda. La faena le espera como cada mañana, abriendo espacio
entre su mente frenética y el mundo tranquilo de la aldea. A pesar de sus
palabras, fantasea con los paseos felices de las familias por los parques, la
tranquilidad de tener cerca grandes hospitales, enormes avenidas repletas de
escaparates y restaurantes y domingos de descanso al son de algún espectáculo
de variedades. Los niños saltan de alegría cada mañana al llegar a sus
modernos colegios y repletos de libros que poder consultar, hambrientos de
amigos y de un conocimiento que unos buenos profesores sabrán inculcarles.
Mientras tanto sigue atrapado entre su madre y la cobardía, dormida para
siempre entre los cerros que acotan el olvido al que están abocados él y sus
vecinos. Un joven de treinta años que envejece prematuramente y que sueña
con una nueva vida donde poder escribir con libertad y participar en fiestas con
mujeres guapas y olores agradables. Y quién sabe si hasta poder conducir su
propio vehículo. En el servicio militar consiguió el permiso de conducir, como
la mayoría de mozos. Así se ahorró unas buenas perras, pero pocas veces
condujo.
Sentado en una piedra a los pies de la cabria de Pozo Nuevo, envuelto en
una leve brisa que sube desde lo más profundo del Camino del Puntal, lame el
papel de un nuevo cigarrillo. Frente a sus ojos, la hermosa estampa que se
repite día tras días. Las montañas y las lomas que circundan El Centenillo
vuelven a mostrarse como amables gigantes que apaciguan la desazón por la
lejanía real del destino que puede aguardarle lejos de allí.
Una mala pasada de su imaginación le trae voces del pasado que gritan su
nombre. Cierra los ojos y recuerda los rostros que ha olvidado por descuido.
Los que antaño eran sus amigos disfrutan ahora de nuevas ilusiones. Supone
que algunos han conocido ya a una apuesta muchacha con la que compartir

paseos y domingos de misa, además de noches al abrigo de algún portal que les
sirva como refugio para sus escarceos amorosos. Hacen planes de boda
pensando cómo llamarán a sus hijos y a quiénes invitarán al enlace. Mientras, él
sigue arrastrando su desgracia por los caminos que le otorgan más suspiros que
alegrías ciertas.
Las voces parecen oírse más fuertes a cada segundo. En una de esas gira la
cabeza hacia el camino y observa cómo una figura se apresuraba hacia él. Su
corazón aumenta el ritmo cardíaco al reconocer en el espejismo la voz de
Basilio.
―¡Manuel! ¡Manuel! ―grita mientras agita sus brazos al aire y corre de
manera torpe hacia donde se encuentra.
Se levanta como un resorte de la piedra con el Celtas aún en su boca. Traga
saliva, cuando un escalofrío premonitorio endurece su espina dorsal. Basilio
acelera el paso todo lo que puede hasta llegar a su lado, mientras tropieza con
varias piedras sueltas del camino.
―Manuel…
No hace falta decir nada más. Sabe perfectamente lo que ha ocurrido. Su
respiración se acelera mientras el cantinero le abraza con fuerza.
El velatorio se ha instalado en la salita de la casa. Flanqueando el ataúd, cuatro
candelabros de plata con cuatro cirios encendidos. Las plañideras sollozan y
rezan por el alma doña Matilde. Su hijo está sentado en una esquina y agradece
cada pésame dado por los vecinos mientras aprieta su gorra entre las manos. A
cada tanto levanta la mirada al rostro ya sin vida de su madre. La imagina junto
a su padre, abrazándose en un rencuentro celestial, celebrando, no sin cierta
tristeza, su reencuentro en el paraíso.
Inunda la casa el aroma del guiso que algunas vecinas se han ofrecido a
cocinar, como es costumbre en todos los velatorios, que la familia tiene que
estar para recibir las muestras de cariño y atender a las visitas. Manuel Scheroff
está inmerso en un silencio que le aprisiona el corazón y le anuda las tripas. Se
pregunta qué será de él ahora, solo en el mundo, sin nadie a quien cuidar ni a
quien querer.
Don León se sienta a su lado sin soltar prenda. Basilio ha cerrado la
Cantina y no le quita ojo. Lo envuelve con su brazo y lo aprieta contra sí. Lo
mira como quien mira a un niño con pensamientos de cristal, trasparentes como
el aire. Sonríe levemente y asiente confiado. Lo sabe todo del guarda de El
Centenillo. Lo que piensa en cada instante, lo que está a punto de decir pero se
calla, lo que necesita o lo que siente que tiene que hacer. Y, de nuevo, acierta de
pleno al leer la mente del hijo compungido, aletargado en la silla de anea. Sabe
qué ronda por su cabeza, a pesar de que todavía está caliente el cuerpo de su
madre. Pero se ha marchado para siempre y es hora de liberar el plomo de sus
alas y volar lejos de las ruinas de los pozos. Su futuro está en otra ínsula,

apartado de lo que le ata sin consideración alguna a una tierra seca como el
esparto. Manuel Scheroff sabe que reflota la idea de marcharse para seguir la
estela de viejos amigos. Quizá un hueco en Madrid o el levante le traiga la paz y
los días venideros con los que siempre ha soñado. Lugares donde dar rienda
suelta a su poesía y crecer en el mundo de los números, arropado y admirado
por una hermosa esposa que sabrá cuidar del hogar mejor que ninguna otra. Y
no por ser mujer, sino porque será el mejor marido que nadie haya podido tener
jamás.
Un carruaje con faldones de terciopelo negro y lámparas bien ejecutadas carga
el féretro. Don León, Basilio y el hijo, huérfano ahora también de madre, suben
al pueblo de arriba en el coche del médico, amigo de la familia de toda la vida.
No hay cortejo en este entierro. Los viejos no pueden acompañar en el último
adiós a doña Matilde. Cubren al guarda de besos sentidos y le vuelven a dar el
pésame.
En la iglesia grande ya espera el párroco y los dos monaguillos en la
puerta. Uno de ellos lleva el recipiente plateado con agua bendita. Varios
vecinos, antiguos compañeros de mina del padre, bajan el ataúd y lo portan
hasta la entrada. El cura recibe el cuerpo, rocía con un par de golpes la madera
y se gira en dirección al altar mayor. La liturgia es espesa, repleta de referencias
al paso de la madre de este mundo terrenal al paraíso eterno, donde Cristo dará
cumplido recibimiento a «una mujer buena y madre por encima de todas las cosas».
Manuel Scheroff no parece estar allí. Ni siquiera levanta la vista al sacerdote. Se
dedica a mirar el color nogal de la madera que porta el cuerpo y suspira por su
eterna ausencia y descanso. Los hombres comienzan a tomar posiciones en el
ala derecha del templo. La premura a la hora del pésame es primordial para ir
después a por un par de chatos antes de la cena. Las mujeres son más sentidas
en los asuntos del último adiós. Ellas no tienen prisa, se recrean en halagos y
recuerdos fugaces, sumados a palabras cariño hacia la fallecida.
Así son los entierros en los pueblos. Todos sienten el dolor ajeno como
propio, un pesar que dura apenas pone uno los pies en la calle. Si acaso, estarán
unos días recordando hechos y acontecimientos vividos con la mujer. Para poco
más da la muerte. Algún elogio a la valentía de haber criado ella sola a un hijo y
de haber trabajado como una mula por el bien de su despensa.
Solo están Manuel Scheroff, Basilio y el sepulturero, un hombre silencioso y serio
que mira fijamente a los ojos del guarda, esperando recibir la orden para proceder con
su trabajo, mientras masca algo de tabaco y escupe sin vergüenza alguna. Basilio llama
la atención del perdido hijo y este, asintiendo de manera velada, da el beneplácito al
enterrador. La tierra comienza a caer sobre la caja de madera de pino mientras los dos
amigos permanecen de pie junto a la tumba, observando como a cada palada, el ruido
de la tierra golpeando sobre el ataúd estremece las entrañas del hijo doliente que no ha
pronunciado palabra desde el día anterior. Es el fin de una vida marcada por la lucha
diaria, por los llantos de miedo a la mina, por unas manos agrietadas de tanto fregar y

limpiar lo que los ingenieros ingleses manchaban primero y los restos de plomo en las
estancias de los mineros después. Pero sobre todo, una vida timbrada por el temor a
que su hijo cogiese una de aquellas fiebres y se lo llevasen por delante a temprana
edad, de sopas de ajo y acelgas, de picatostes y habichuelas con arroz.
La tierra cae, cae sin compasión alguna sobre el cuerpo inerte de doña Matilde.
El enterrador compacta a golpes de pala su trabajo mientras Basilio toma la cruz
de metal rizado con las iniciales de la difunta soldadas en el crucero. Tras clavarla
profundamente en la cabecera del montículo, Manuel Scheroff deja en la base un
delicado ramo de flores cogido minutos antes de entrar al camposanto. Se santigua y
besa la pica en la que terminaba el símbolo cristiano. El tabernero le toma por los
hombros y juntos dejan atrás el silencio y la pena del recinto, donde solo los cipreses
saben custodiar por siempre el descanso de los muertos.
Justo al cruzar las puertas toma conciencia de que se ha quedado solo para
siempre, mientras una leve brisa alborota su pelo. El huérfano tardío mira cómo las
nubes viajan veloces empujadas por el viento y un furtivo rayo de sol punza con rabia
sus ojos.
El dueño de La Imperial espera impaciente apoyado en su vehículo y se
ofrece a llevarlos de vuelta. El guarda ha cuidado sus cuentas con fidelidad y
qué menos que ese gesto como agradecimiento. Aceptan la oferta en silencio.
No ha dicho una palabra desde que el féretro salió por la puerta de su casa.
Pero ya no es su casa, sino de Los Calados, la familia que pondrá precio al
espacio donde nació y se crió, donde murieron sus padres, donde ya no queda
nadie. Quizá una nueva pareja crea que es un buen lugar para formar una
familia. Quién sabe si El Centenillo volverá a ser lo que un día, ya casi olvidado,
fue. Ver correr a los niños de nuevo, volver a oler el aroma de los guisos por las
ventanas de los vecinos, bailar de nuevo a los pies del templete mientras la
orquesta ameniza las verbenas.
Desde Pozo Nuevo el mundo parece ser otro totalmente distinto al de ayer.
Como si todo se hubiese derrumbado sobre sus hombros sin estar preparado,
siente que ha llegado la hora. Repliega en su cabeza las historias que contenían
las cartas de los conocidos y amigos. Ordena el puzle y se dibuja ante él una
imagen soñada. Se ve cerrando la maleta y subiendo al tren correcto. A sus pies,
don León y su amigo Basilio le darán los últimos consejos, como han hecho
hasta ahora, como estaba seguro que harían hasta el último segundo. Respira
hondo, aplasta el Celtas contra una piedra y se levanta decidido.
Poco cabe en la maleta de quien nada tiene. Aire, si acaso, para no olvidar
la fragancia del hogar, dejando sitio para los recuerdos grabados a base de frío y
calor en su piel. Echará de menos a los suyos, a sus viejos, incluso la engreída
placa de la entrada que ensalza la traída de agua desde el Camino del Puntal
por los ingleses. Los silencios cómplices en las noches de poesía derramada
sobre papel de estraza, los fantasmas de los mineros en los barracones y el

Casino, los pinos zarandeándose por el solanillo y los huesos del perro flaco
que duerme su siesta a los pies de la cantina.
En la estación de Aldeaquemada, don León y el cantinero dan los últimos
consejos a Manuel Scheroff, quien asiente sonriente y temeroso por los días
venideros en la capital. No espera mucho de su nuevo empleo, pero «menos da
una piedra», se consuela el pensar en el trabajo de conserje en un portal de
viviendas que le han ofrecido desde el ayuntamiento del pueblo de arriba. No
está mal para empezar de nuevo. No puede exigir nada más por ahora, ya habrá
oportunidad de mejorar. Tendrá tiempo para curtirse en el universo de los
números, además de leer y leer, escribir y escribir. Un nuevo mundo donde solo
será un pequeño punto sobre el mapa. Encontrará miles de puntos más con sus
vidas, sus historias, sus pueblos dejados atrás y nuevos caminos que pintar.
Será valiente como todos lo han sido. Si ellos pudieron, también él, porque así
se lo enseñó su padre, porque así lo quería su madre. Los padres no mueren por
nada. Los hijos son el reflejo de la educación absorbida en el hogar, por pobre
que este pueda ser. Piensa que la inmortalidad de sus padres está asegurada en
su forma de hacer las cosas, porque así es como le enseñaron que lo debe hacer
quien desee ir por el camino de la solidaridad, buscando no solo su propio bien,
sino el de los suyos.
El silbato del jefe de estación avisa de la partida. Miguel Scheroff abraza
con fuerza y con rabia a sus amigos más fieles. Ellos solo tienen un último
deseo. Cuando esté instalado, que no olvide escribirles unas letras y describa
cómo es Madrid, si es cierto todo lo que cuentan de la capital. Y si tiene tiempo
y le apetece, que se recree con los parques, las calles, los teatros, El Retiro y sus
barcas. El guarda hace su promesa y desaparece tras la puerta del vagón. Sube
su pequeña maleta al altillo y apoya la palma de su mano en el cristal.
Don León y Basilio, que mueven la boca sin que el guarda pueda
escucharlos, dejan escapar unas lágrimas que recorren sus mejillas hasta la
comisura de los labios. Levantan una mano y siguen con la mirada la huida del
tren. Un pensamiento romántico cruza sus mentes. Volverán a verlo, de eso
están seguros. Pero también de que la voz conversadora de Manuel Scheroff se
va a echar mucho de menos.
¿Quién cuidará ahora de los restos del pueblo? Ahora falta un personaje
importante en ese cuadro.
Su anciano amigo piensa que las estaciones de tren son, posiblemente, los
lugares más tristes del mundo, pero, a la vez, capaces de dibujar un futuro de
luz y esperanza para los jóvenes, se llamen fulanito o Manuel Scheroff, aquel
joven que vivió y murió en El Centenillo porque esa era su cuna y su tumba.
Pero aún queda tiempo para que eso ocurra. Mientras llega el momento,
soñará que el guarda renace en una nueva tierra lejos de los suyos, lejos de él.
Lejos también del polvo del olvido que cubre a diario las pocas vidas que

quedan en la hondonada de lo que antaño fue el punto de renacimiento para las
gentes que apostaron por venirse hasta aquí en busca de nuevas esperanzas.
Miguel Scheroff envolvió un buen trozo de chorizo, ofrenda del dueño de El
Imperial, y un poco de pan en papel de estraza, que comienza a saborear a la altura de
Manzanares. Poco apetito hay en el lastimoso cuerpo que se preocupa más en cómo
será su llegada que en comer. De una pequeña bolsa de cuero saca una libreta sin
estrenar y un lápiz que, junto a sus viejos poemas que se amontonan en decenas de
hojas sueltas, forman parte imprescindible de su equipaje. Inspirado por su marcha, en
la primera hoja escribe.
«No son trenes lo que nos aleja de la tierra nuestra,
ni deseos felices los que esperan para abrazarnos.
No son fieles los pensamientos a los que el alma se aferra,
ni inciertos los sueños endulzados con engaños.
Son el desaliento y el olvido las peores cicatrices
de un pueblo que llorando desierto muere sin saberlo.
Ya no hay viento que remueva por el destino lo dispuesto
ni razón que desvele lo que nadie abrazó cuando te fuiste».
Un leve soplo de aire abre la puerta de la casa de doña Matilde. Nadie se
levanta a cerrarla. A los lejos, un viejo se deja caer en el mismo banco de todos
los días y a la misma hora. Del bolsillo interior de su chaqueta saca una postal
de la Plaza Mayor de Madrid. Detrás, un puñado de letras le invitan a hacer el
único viaje de su vida. Sonríe. Mira a ambos lados de la calle y comprueba que
hoy no sube nadie por la cuesta del ayuntamiento a fumarse un Celtas junto a él
antes de preparar el puchero.
Levanta la vista hacia una pequeña nube y quizá, solo quizá, piensa que no
estaría mal tomarse un vaso de vino con un viejo amigo.

 

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CONHACHE

 Nueva aportación de nuestra queridísima Helena. "Suceder".. .un verbo que nos puede sorprender.

Gracias siempre, Helena.

 



 

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 FRACTAL

      Hoy os traemos un nuevo artista. Su nombre es Antonio Carrera Sevillano, natural de Barcelona pero Chiclanero en cuerpo y alma, artísticamente conocido como Toni Carrera. Él es músico, lo que nos permite abrir más el abanico de las aportaciones que realizamos, cosa que a la vez nos gusta pues la idea es esa precisamente, dar visibilidad a todas las artes posibles a trtavés de nuestro Blog.

    Toni, además de músico, es profesor de secundaria pero ante todo gran persona , de esos que conoces por un capricho del "destino", compartes tu vida durante un año y se forja algo que ni el tiempo ni la distancia pueden destruir: la AMISTAD AUTÉNTICA.

    Gracias por colaborar, Toni. Con el mayor deseo de que os guste su música, os dejamos la primera de sus obras titulada Changes, de su primer disco Fractal, el cual podéis escuchar aquí en cada post, en Youtube y en Spotyfy. Os dejamos enlaces con su permiso.

      Changes

    Él está sentado a la barra de un bar, pensativo, melancólico, añorando algo con la mirada perdida más allá de los hielos que tintinean en la copa mientras la agita rítmicamente y de repente decide acabarse el whisky que le queda de un solo trago. Lo suelta sobre el posavasos rojo aterciopelado  con decisión, coge su americana y se dirige con paso firme hacia el coche. Arranca y dejando que en el retrovisor se extingan las luces de neón con el nombre del bar, conduce por una carretera sinuosa que bordea un acantilado. Mientras se deja llevar por los caballos de su descapotable, el viento resbala en su rostro y con sutileza va borrando esa tristeza melancólica que en breve se convertirá en un feliz reencuentro.

Texto: Antuan.

Música: Toni Carrera.


Escúchalo en:

Youtube: 

https://www.youtube.com/watch?v=SEpipiFHyOA

Spotify: 

https://open.spotify.com/track/4vnoK8HHHVaStL7RT8Zzuh?si=MqoFErH5SMeYXqnPpqE-Tg


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PARÁLISIS

    Hoy os presentamos a una nueva colaboradora, Elvira Navarro, otra gran persona que guarda muchos tesoros en su cuaderno secreto y que por fin ha decidido compartir. Gracias Gran Amiga y Compañera, gracias por hacernos ver el mundo a través de tus ojos utilizando tu pluma como lentes que nos guían por tu camino. 

Un favor te voy a pedir, sigue colaborando, que el mundo no se pierda estas maravillas que escondes. 



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CONHACHE

Segundo post de Helena.

Par reflexionar, o simplemente para dejarte llevar pos su forma de var la vida.

 


 

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Hoy os presentamos a Helena. 

- Hola, soy Helena, maestra mami y adicta a correr. En ocasiones hago como que escribo y a veces salen cosas bonicas.
  Ya os decimos nosotros que las cosas que escribe no son a veces bonicas, sino que siempre dan mucho que pensar y te van a engancchar.

Ella ha aceptado nuestra petición de colaboración en nuestro blog, cosa que agradecemos enormemente y que una vez más demuestra el altruismo de las buenas personas.

Además de las publicaciones que hagamos aquí, la podéis encontrar en Instagram bajo el pseudónimo de "h_conhache". Si sentís curiosidad del por qué de ese nombre os animamos a que la sigáis y se lo preguntéis personalmente.

La primera aportación no tiene desperdicio, desde que nos la pasó yo no dejo de imginar las caras y muecas de esas personas que ya la hayan leído y plof...sorpresa. Mejor mirarse más a menudo en el espejo del alma y dejar el del armario para la ropa.

 


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     Para comenzar, Carlos, alumno de 3º de ESO en el IES BURY AL-HAMMA y natural de Baños de la Encina, nos regala este maravilloso relato que realizó hace un par de años y que ahora desenpolva para Alma2. Esperamos que os guste tanto como a nosotros.
Gracias Carlos.

Sí, así soy yo

Sí, así soy yo. Un chico de 12 años, sudafricano, pobre y de color. Mi nombre es Samuel Aatifa y no he conocido mundo. Nací y crecí encarcelado en una especie de campo, compartiendo espacio con cultivos de todo tipo, algodón, tomate, maíz… Sólo campo y más campo, siempre trabajado por hombres y mujeres de mi misma raza.

Como no, también había niños y niñas, iguales a mí, pobres y de color. Teníamos que ser buenos y obedientes y arrimar el hombro para satisfacer al patrón. Mi padre decía que tenía tanto dinero que podría pasarse la vida gastándolo en caprichos.

Cada día, mi padre me levantaba al amanecer. Antes de comenzar a  trabajar en los cultivos, había que llevar agua a la casa del patrón. Recuerdo que apenas tardábamos dos horas en acabar la tarea, pero a mí se me hacían eternas. ¡Tenía tanta hambre! Siempre me despertaba con hambre. Mi padre me decía que eso era porque tenía muy buena salud y que alguna vez llegaría a ser muy fuerte.

La verdad es que, ahora que recuerdo, siempre tenía hambre. Al terminar de llevar agua a casa del patrón, para tomar fuerzas y energía, tomábamos un tazón de avena tostada y nos íbamos rápido al campo. A veces, mi padre y yo, echábamos carreras para ver quién llegaba primero. Era muy importante llegar el primero, porque el patrón se ponía contento.

Trabajar en el campo no me gustaba, se necesitaba mucha fuerza y energía, pero yo nunca lograba tener tanta como mi padre, siempre estaba cansado, ¡y eso que me tomaba todo el tazón de avena tostada!
 
Trabajábamos en el campo hasta el atardecer. No sé por qué había que esperar tanto para volver a casa y tomar algo de comida. Alguna vez se lo pregunté a mi padre. Recuerdo que en una ocasión en la que tenía mucha, mucha hambre, tanta que me dolía el estómago, dejé el saco donde cargaba las patatas y llorando, le dije a mi padre que me quería ir a casa a descansar y comer algo. Recuerdo que me cogió del hombro y, enfadado, me dijo que si los capataces me veían fuera de mi sitio, iba a tener problemas y que también se los causaría a él.

Los capataces del patrón no me gustaban, no eran nada simpáticos, siempre gritando y agitando sus látigos al aire, una y otra vez. Durante todo el día, iban alrededor tuyo gritando: ¡atajo de vagos!
 
No nos dejaban descansar y, si alguna vez te pillaban descansado un poco, la emprendían a golpes e insultos. Mi cuerpo aún conserva las cicatrices de los golpes, moratones y magulladuras que, amablemente y por tu bien, te regalaban, al grito de “¡te voy a hacer yo a ti un hombre!

Al final del día, después de una dura jornada de trabajo, llegaba la hora de cenar, ¿y cuál era la recompensa por todo tu esfuerzo y duro trabajo? Dos lonchas de queso, un trozo de pan y dos hojas de lechuga, ¡sólo eso hasta el día siguiente!

Dormíamos en barracones de madera y barro, en el nuestro vivíamos mis padres, mistres hermanas pequeñas y yo. Mis hermanas pequeñas, Violeta, Margarita y Rosa, no se portaban mal, pero durante la noche no me dejaban dormir, cuando no era una la que se quejaba, era otra la que lloraba, hasta que mi mamá con mucha, mucha paciencia lograba que se volvieran a dormir. Incluso, aun cuando mis hermanas dormían, recuerdo que siempre había algún ruido por las noches, fuera. Ruidos que llegaban lejanos, desde el patio, desde los campos. Ruidos que a veces me provocaban terror, otras veces curiosidad; a veces, incluso me ayudaban a dormir. Claro que, además de mi familia, en los barracones vivían por lo menos, otras veinte familias más, así que supongo que cuando no eran mis hermanitas pequeñas las que lloraban, serían las de otra familia.

Nuestro “hogar” no era como el del patrón, había moho en las paredes, goteras, y mosquitos, muchos mosquitos… Tampoco teníamos un cuarto de juguetes. Yo nunca lo vi, pero mi amigo Clay, me contó una vez que el hijo del patrón, el Señorito Trevor, tenían un enorme cuarto lleno de juguetes, sólo para él. Se lo contó su mamá que trabajaba como criada en la casa del patrón.

Pasaban los días, uno detrás de otro, siempre igual, siempre lo mismo: acarreando agua, trabajando en el campo, limpiando cobertizos, y aunque prometo que siempre intentaba portarme bien, de vez en cuando no me libraba de algún latigazo. Todavía sigo saber los motivos de muchos de ellos, que, sin piedad, se fundieron en mi espalda, como un tatuaje vivo. Supongo que no les caía bien a los capataces del patrón.

El tiempo pasaba lento, los días se hacían eternos y las noches, lejos de traer descanso a unos fatigados cuerpos, venían cargadas de angustia, dolor, y humillaciones contenidas. Poco a poco, en mi cabeza se fueron mezclando imágenes, ideas y sonidos que me angustiaban y no me dejaban descansar. No cesaron, hasta el día en que decidí que había llegado el momento de poner fin a la pesadilla en la que mi vida se había convertido.No podía seguir viviendo en un sitio así, siempre cansado, hambriento y humillado, siempre con gritos y con látigo.

Había llegado la hora, lo tenía muy claro. Tenía que escapar de aquel infierno, así que tenía que hacer algo, y así fue. No me atreví a decirles nada a mis padres, así que hablé con algunos amigos, pero ninguno quiso seguirme. Tenían miedo, si te pillaban intentando escapar, podrían azotarte hasta desmayarte, incluso podrías morir. No les culpo.

Estaba solo. Así que tuve que pensar un plan. Un plan donde yo tendría que hacerlo todo, no podía depender de nadie ni pedir ayuda a mis amigos ni a mí familia, sería injusto para ellos.

Como pude, me las arreglé para conseguir un poco de papel y un lápiz. Comencé por dibujar un plano de la hacienda del patrón y señalar las zonas menos vigiladas. No sabía escribir, así que nada más pude hacer por el momento.

Orgulloso, lo doblé y lo oculté en el doblez de mis pantalones. Había llegado el momento. ¿Por qué esperar? Sentía como mi cuerpo temblaba, mi sangre hervía. Esa misma noche, ¡podría ser libre!

De pronto, me vi viviendo un sueño, me sentía muy cerca de mi nueva vida, pero tenía que ser extremadamente cuidadoso, un simple error y todo acabaría. Si me pillaban, probablemente sería mi muerte, estaba muy débil, no soportaría los azotes. No podía permitirme ningún error, era ahora o nunca.

En unas horas tendría ante mí un futuro, trabajaría duro para tener un hogar, una familia, no me faltaría la comida, ni la salud e, incluso, podría recibir algo de educación.

Llegó la hora, conseguí burlar la vigilancia de los tres guardas que, cada noche, vigilaban el patio de los barracones. Realmente no resultó complicado, no solían mantenerse sobrios más allá de media noche.

Dejé atrás el patio de los barracones y seguí mi camino, sin apartarme de mi plan, faltaba poco, sólo unos metros, ya me veía al otro lado de la valla, corriendo hacia mi nueva vida, sintiendo el viento sobre mi piel, oliendo a libertad. Entonces, saltaron las alarmas, sonaron sirenas, los gritos de los guardias lo inundó todo, sacaron a los perros. Todo había acabado.

Comenzó a salir gente a los patios, decenas de guardias armados, las familias de los barrancones, mis amigos, mis padres. Todos estaban allí, mirándome y juzgándomecon dureza. Sentía frialdad en sus miradas, podía sentir sus reproches. Mi familia, mis padres, mis hermanas me observaban con frialdad, con miedo, callados, quietos.

No tenía margen de tiempo, no podía pararme a pensar, era ahora o nunca, ¿qué podía perder?, estaba muerto. No lo pensé, decidí arriesgar y con lágrimas en los ojos, comencé a correr.

Corrí con todas las fuerzas que pude reunir, dejando atrás a mi familia, a sus miradas, a su miedo. Todo lo que conocía, todos a quienes amaba, lo estaba dejando atrás. Corría desesperado hacía un futuro incierto, quizás horrible.

Nadie merece sufrir así, sufría por mi familia, ¿qué les harían?, por mis amigos, ¿puede ser que alguno me hubiera traicionado?; sufría por mí, ¿dónde iré?, ¿conseguiré ocultarme el tiempo suficiente?, ¿moriré de hambre?...

Anduve vagando días y días a través de los campos, ocultándome junto a rocas y despeñaderos, comiendo alguna hierba que encontraba a mi paso, cuando, por fin, un día llegué a la costa. Resultó increíble, cuanta belleza, el mar.

Junto a unas rocas, pude ver una barcaza. Había gente alrededor, esperando, no se alejaban mucho de ella. Parecía que estuvieran aguardando a que alguien llegara y el viaje diera comienzo. Decidí preguntar si habría alguna posibilidad de unirme al grupo. Era mi oportunidad para escapar de mi horror y tener una vida mejor. Habría como unas cincuenta personas que, al igual que yo, soñaban con un futuro mejor. Me contaron historias sobre cómo era la vida en otros países. Vidas repletas de lujo, salud y comida. Buenas vidas. Era un futuro perfecto, el que yo ansiaba. Una familia me observaba, un hombre, una mujer y una niña muy pequeña. Hablaban de mí. La mujer me pidió que me acercara y le conté mi historia. Llorando, me dio un poco de pan y me pidió que me quedara con ellos, se llamaba Azucena. Luego supe, que durante su escapada hasta llegar al barco, habían perdido a su hijo, al parecer un chico más o menos de mi edad, tenía sarampión.

A lo largo de la tarde llegaron algunas personas más, niños pequeños y alguna mujer embarazada. Todas sus miradas decían lo mismo, -¡merecemos una vida mejor!-.

Azucena, me llamó a su lado y me dijo muy bajito que cuando llegara el momento, me quedara pegado junto a ella, no debía decir nada ni hablar con nadie más. Sólo subir al barco en silencio muy pegado a ella. Y así lo hice. Comenzó el viaje por mar.

Durante el mismo pude escuchar muchas historias. Historias llenas de esperanza, historias de amigos, conocidos que un día decidieron hacer este mismo viaje y, lejos, en occidente habían logrado alcanzar sus sueños. Tenían un trabajo, podía comer todos los días varias veces y dormían en una cama. Nadie les pegaba. Nadie les amenazaba. Nadie se adueñaba de sus vidas.

En el viaje conocí a Brhane Yonatan, otro chico de mi edad que compartía mis sueños. Al igual que yo, había tenido una vida muy dura, nos convertimos en amigos, casi hermanos. Hablábamos horas y horas durante el viaje, de cómo imaginábamos el nuevo mundo, cómo serían las casas, las chicas, la comida, las escuelas. Nos hicimos realmente muy buenos amigos. Muchas noches puso su mano sobre mi hombro cuando, hundido, lloraba por mi familia.

Pese a todas las necesidades, pese al frío y la falta de agua, el viaje estaba resultando esperanzador. Pero la suerte iba a durar poco. Un temporal de lluvia y viento se llevó los sueños de muchos de mis acompañantes, los hundió al fondo del mar. Cuerpos y sueños se quedaron para siempre en el agua salada del aquel mar, gélido, profundo, cruel. Se me hace un nudo en el estómago cada vez que recuerdo que sólo seis de las setenta personas que hicimos el viaje, sobrevivimos y que Brhane se había ido, me había dejado sólo. Ya no sentiría más su mano sobre mi hombro, ni vería su sonrisa mellada. No fue justo.

Pasaron varios días. Desde luego que fue un verdadero milagro que las seis personas que habíamos logrado sobrevivir a la tormenta, pudiéramos continuar acercándonos a la costa con una embarcación deshecha por la mala fortuna y la injusticia. Atardecía cuando alguien gritó, ¡Tierra! ¡Tierra!.

Frente a nosotros la costa, aún lejana, nos abría sus brazos. Habíamos llegado. Mi nueva vida estaba por construir allí, en ese lugar. Puse un pie en la playa, me dieron calambres, no podía ponerme de pie, no era capaz de sostenerme por mí mismo.

Jamás olvidaré ese momento, daba igual el dolor, daba igual el agotamiento, el frío, el hambre. No sentía nada. Sólo esperanza. Gratitud.

A gatas apenas podía correr, pero lo hice. Al principio detrás de algunos, después, me quedé solo, estaba demasiado agotado. Detrás de unos matorrales, ya alejado de la costa, me puse de rodillas y lloré. Lloré de pena por mis padres y mis hermanas, por mi buen amigo Brhane, por la familia que me ayudó. Lloré de alegría porque había logrado mi sueño, había escapado del horror. Lloré de miedo porque estaba solo.



Hecho por Carlos Muñoz Cortés. Primero de E.S.O del I.E.S Bury Al-Hamma, Baños de la Encina (Jaén).

(Publicado: 27/01/2020)

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